La enfermedad mental en niños y adolescentes

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Los trastornos mentales no son solo cosa de adultos. Uno de cada cinco niños o adolescentes padecen uno o más trastornos mentales. Muchos trastornos comienzan a manifestarse en etapas tempranas de la vida.

La OMS señala que hasta el 20% de los niños y adolescentes tienen uno o más trastornos mentales, aunque existe una gran variabilidad en las cifras encontradas en diversos estudios. Un estudio de Navarro et al (2012) refleja que los más prevalentes son los trastornos de conducta, seguidos de los trastornos de ansiedad, los TDAH y los de eliminación. Estas cuatro categorías suponen el 57,9% de los diagnósticos. Entre los 16–18 años aparecen también los trastornos de la conducta alimentaria. Menos frecuentes en niños y adolescentes son la esquizofrenia y el trastorno bipolar, aunque en muchos casos debutan en la adolescencia tardía o adultez joven. Un informe de la OMS indica que la depresión es la patología más frecuente y discapacitante entre los chicos de 10 a 19 años.

En varones, los trastornos de conducta los más frecuentes, seguido de los TDAH, los de ansiedad y los de eliminación. En mujeres, los más prevalentes son los trastornos de ansiedad, seguidos de los de conducta, los de eliminación y los de conducta alimentaria.

Las causas del surgimiento y desarrollo de enfermedades mentales son multifactoriales, y en ellas intervienen factores biológicos y ambientales. Entre los factores de riesgo, la psicóloga Carlamarina Rodríguez (2015) recoge los siguientes: posibles dificultades en el establecimiento de un vínculo de apego seguro, maltrato, negligencia y abuso, cuidados parentales inadecuados, psicopatología en padres y familiares, trastorno depresivo de la madre en embarazo y postparto, complicaciones obstétricas, prematuridad, enfermedad crónica o discapacidad, factores temperamentales, factores asociados a la estructura familiar (conflicto familiar, separación o divorcio, ausencia de un progenitor, familia reconstituida), y el sexo del niño o adolescente como factor que aumenta el riesgo de padecer unos u otros trastornos.

Por otro lado, recientes estudios han demostrado el riesgo que supone para los jóvenes el consumo de alcohol para el desarrollo de psicopatologías (García Moreno et al, 2016), y otros estudios relacionan el consumo de cannabis con la aparición de trastornos psicóticos (Caspi et al, 2005; Di Forti et al, 2012).

La detección precoz de los trastornos mentales en niños y adolescentes es de vital importancia, en primer lugar debido a la mayor plasticidad cerebral en estas edades, así como por los propios cambios evolutivos naturales que van a experimentar los menores, por lo que una detección precoz y una intervención certera puede mejorar el pronóstico del afectado. Las familias deberán estar alerta a las señales de alarma, como pueden ser pérdida de interés en actividades que solían gustar al niño, cambio en el rendimiento académico, pérdida de apetito, insomnio o hipersomnia, cambios bruscos de personalidad (agresividad, apatía, hostilidad), evitar la ingesta de alimentos o vómitos provocados, somnolencia diurna, marcas o cicatrices sin explicación (quemaduras, cortes en las muñecas, etc). En caso de detectar estos u otros signos de alarma, se deberá acudir con el niño o adolescente a un servicio de salud mental.

Ya hemos mencionado anteriormente el impacto del estigma social vinculado a la enfermedad mental. Este colectivo sigue sufriendo rechazo y discriminación a nivel social y laboral, especialmente debido al desconocimiento, los prejuicios y el miedo, que puede dar lugar al rechazo, el aislamiento o la exclusión.

Para la familia del menor afectado, el diagnóstico de un trastorno mental supone un fuerte impacto emocional, por el miedo al posible impacto en el proyecto vital del joven, la pérdida de expectativas o sueños de los padres, y la influencia del estigma social. La enfermera Sonia García Fernández (2012) señala que los padres pueden sentir miedo ante la perspectiva de acudir a un servicio de salud mental, debido al estigma aún asociado a la enfermedad mental, y a la especialidad de psiquiatría. Asimismo, pueden molestarse u ofenderse (“mi hijo no está loco”), o sentir miedo, angustia, ira, desesperanza, culpa y vergüenza. La familia puede unirse para proteger al niño y apoyarse mutuamente, pero también pueden aislarse del resto de amigos y vecinos, debido a los sentimientos de culpa y vergüenza. El apoyo de un profesional será importante para elaborar todas esas emociones y superarlas, pudiendo así ayudar de forma más eficaz a su hijo. Los programas psicoeducativos para la familia pueden resultar de mucha ayuda en estos casos.

El impacto del diagnóstico cae como un jarro de agua fría también para el niño o adolescente afectado, debido una vez más al estigma social y a las preconcepciones y prejuicios existentes. Los adolescentes pueden sentir vergüenza, culpa y angustia emocional, aislamiento, soledad, tristeza o confusión, o sentirse marcados o estigmatizados. El estigma y los prejuicios producen también un importante impacto social, en forma de rechazo o discriminación, distanciamiento de amistades, y otras pérdidas dolorosas para el menor.

La enfermedad mental causa un considerable sufrimiento a niños, adolescentes y familias, por lo que es un problema social y sanitario de primer orden que precisa contar con los recursos y servicios necesarios para su atención. En este sentido, el Libro Blanco de la Salud Mental elaborado por la Sociedad de Psiquiatría de Madrid (SPM) afirma que los recursos destinados a la salud mental infantojuvenil son insuficientes para las necesidades detectadas.

La comunidad de Madrid dispone de una red de recursos para las personas con enfermedad mental, integrada por servicios de atención ambulatoria en consulta de salud mental, atención de urgencias, hospitales de día especializados, hospitalización psiquiátrica, unidades de tratamiento y rehabilitación de media estancia, así como recursos específicos para trastornos de conducta alimentaria, trastornos de la personalidad y trauma psíquico. A simple vista, puede parecer una dotación suficiente, sin embargo la falta de recursos y los recortes en sanidad han disminuido la intensidad de los servicios. Una visita al especialista cada tres meses es claramente insuficiente para la mayoría de estos niños y adolescentes. Muchos profesionales han alzado públicamente la voz para pedir un aumento de los recursos. El Libro Blanco de la Salud Mental destaca la insuficiencia de los servicios existentes para niños y adolescentes y pide una mayor dotación de hospitales de día y centros de rehabilitación psicosocial, así como programas de continuación de cuidados y de detección precoz, ya que muchos trastornos graves afloran en la infancia y no hay atención temprana. El Libro Blanco recomienda también programas para luchar contra el estigma de la enfermedad mental.

La intervención con niños y adolescentes con trastorno mental ha de ser interdisciplinar. En ella es necesaria la intervención de psiquiatras, psicólogos, enfermeras, trabajadores sociales y terapeutas ocupacionales. Los recursos para niños y adolescentes deben estar diferenciados respecto de los de adultos. La intervención pretende, con carácter general, generar mejoras emocionales y cognitivas para reducir el sufrimiento psíquico y permitir una mejor adaptación al entorno social, escolar y familiar. También se busca una mejora de las competencias relacionales en los casos en que estas habilidades se vean afectadas, Para ello será necesario un trabajo interdisciplinar coordinado. Los profesionales también deberán trabajar con la familia, para ayudarles a elaborar las emociones y adaptarse a la situación. Es recomendable coordinarse con el centro educativo del niño o adolescente, para actuar sobre los factores que puedan agravar la situación del menor.

En muchos casos podemos esperar una evolución positiva, aunque en otros el trastorno evolucionará hacia la cronicidad. El tratamiento ha de ser flexible para permitir la derivación a otros servicios y recursos de ser necesario. Por ejemplo: en caso de mejoría, el menor puede ser derivado de un hospital de día a un servicio ambulatorio; en caso de cronificación podría ser necesario derivar a centros psicoeducativos o rehabilitadores (Jiménez Pascual et al, 2000).

La prevención debe ocupar un lugar fundamental en cualquier programa de salud mental. La OMS destaca que un desarrollo sano durante la infancia y la adolescencia puede prevenir el desarrollo de estos trastornos. Mejorar las habilidades sociales, la capacidad para resolver problemas y la autoconfianza puede ayudar a prevenir trastornos de conducta, ansiedad, depresión, trastornos alimentarios, y conductas de riesgo (como el abuso de sustancias, las conductas violentas o las prácticas sexuales de riesgo).

Artigue y Tizón (2014) recogen en un estudio una serie de factores sobre los que intervenir para prevenir el futuro desarrollo de trastornos de salud mental desde la primera infancia: recibir unos cuidados prenatales adecuados, fomentar un apego seguro, establecer un clima afectivo seguro,, prevenir el maltrato infantil y el abuso sexual, informar a los menores sobre los riesgos del consumo de cannabis, apoyar a los menores con dificultades de aprendizaje, tratar las alteraciones de conducta, tratar los trastornos mentales de los padres, son algunas de las propuestas.

El Grupo de Trabajo de Programa de Actividades Preventivas y de Promoción de la Salud (PAPPS) para la Promoción de la Salud Mental y la Prevención de sus Trastornos considera que tanto médicos, como profesionales de enfermería y trabajadores sociales, pueden jugar un papel relevante tanto en la prevención y tratamiento de los trastornos mentales en los ámbitos familiar y comunitario. En este sentido, recomiendan prestar atención a los factores de riesgo: problemas en el embarazo, parto y puerperio, embarazo adolescente, familia monoparental, retraso escolar, patología psiquiátrica en los padres, maltrato infantil, signos de trastorno de la conducta alimentaria y acoso escolar.

Es importante señalar que en un 90 por ciento de los suicidios consumados nos encontramos con la presencia de uno o más trastornos psiquiátricos. El suicidio es la tercera causa de muerte en personas entre los 15 y 29 años. Sin embargo, pese a lo alarmante de este dato, el estigma social y el miedo al efecto imitación han provocado que el suicidio se haya convertido en un tabú. FEAFES elaboró una guía en 2006 titulada “Afrontando la realidad del suicidio. Orientaciones para su prevención”. Según esta guía en un 90% de los casos de suicidio consumado nos encontramos con la presencia de trastornos psiquiátricos. Las enfermedades mentales que más aumentan el riesgo de suicidio son la esquizofrenia, la depresión, trastorno bipolar, trastornos de ansiedad y trastornos de personalidad, abuso de sustancias y trastornos de la conducta alimentaria. Esta guía ofrece pautas para personas en crisis, para personas con ideación suicida o con familiares o allegados en riesgo de suicidio, y ofrece orientación sobre recursos y acciones para la prevención.

Es necesario acompañar a las familias y a los niños y adolescentes afectados con servicios adecuados y suficientes, aumentar los recursos dirigidos a este colectivo, y hacer especial hincapié ne la prevención, tanto en lo relativo a prevenir la aparición de trastornos de salud mental, como la prevención del suicidio cuando ya se ha manifestado el trastorno mental. Para ello, es fundamental informar y formar a la sociedad sobre un drama que está costando miles de vidas, difundir la información sobre las medidas preventivas y sobre el afrontamiento de las situaciones que puedan darse (manifestación de ideaciones o tentativas suicidas en niños y jóvenes), para que el tabú deje de serlo y se puedan abordar los temas con honestidad y sin miedos.